lunes, 20 de octubre de 2008

LAS VÍCTIMAS DE LA CRISIS.

Cuando hay que apretarse el cinturón, por lo general se lo ciñen a la fuerza los que menos tienen, aquellos cuyo empleo es más precario o han perdido el trabajo. Son «los paganos» de esta y de todas las crisis de la economía.

Resulta paradójico que los colectivos que han contribuido decisivamente a la bonanza de los años pasados (emigrantes, jóvenes, mujeres...), padezcan ahora las consecuencias de la recesión. Vinieron bien en época de vacas gordas y ahora los condenamos a las penurias y la inseguridad porque ya no los necesitamos.

Hemos vivido en la abundancia y hasta en el derroche. Y los bien situados socialmente no renuncian a su alto nivel de vida. Antes, al contrario, no son pocos los que hacen buenos negocios con la crisis. Basta recordar las compañías petroleras, que aumentan el precio de las gasolinas en cuanto sube el barril de crudo y tardan bastante más tiempo en bajarlo cuando cae el petróleo. De hecho, arrojan beneficios realmente escandalosos estos últimos años. Y lo mismo se diga de las eléctricas, una energía que consumen todos los hogares y cuyas tarifas han subido este año dos veces.

Los alimentos, algunos de primera necesidad, han tenido también un encarecimiento tremendo en pocos meses. Ciertos productos han triplicado el precio. La cesta de la compra se ha puesto por las nubes.

Pero si la situación aquí es preocupante, imaginemos lo que está ocurriendo en países con un nivel de renta bajísimo y precaria situación económica. La carestía de los comestibles es universal y está extendiendo la hambruna que asola a grandes zonas de nuestro mundo.

Urge, pues, recordar a todos que la solidaridad no debe practicarse sólo cuando abundamos y nos sobra, sino muy especialmente en estas situaciones.

En nuestro país la estructura familiar, hasta ahora al menos, ha servido de «colchón» en los momentos difíciles y los parientes más cercanos suelen prestar toda clase de ayuda (material y moral) a sus allegados que padecen más directamente los efectos de la recesión. Pero no está de más pedir que esa «buena costumbre» se ejercite con generosidad.

Hay algunos grupos que necesitan especial atención y apoyo. Me refiero a los que han llegado a nuestro país en los últimos años y han contribuido a nuestro bienestar con su trabajo –a veces en condiciones laborales y vitales penosas cuando no indignas–, también aquellos que viven de pensiones muy bajas y no tienen otros ingresos y, por supuesto, a los que están en el paro y no pueden hacer frente a sus obligaciones (alquileres, hipotecas, letras...).

Ahora menos que nunca debemos restringir la ayuda que prestamos a los desfavorecidos de nuestro país y del mundo entero. El imperativo cristiano de la caridad y del compartir debe ser primordial. A la hora de echar cuentas y ajustar nuestros gastos no podemos eliminar la partida de la solidaridad. No capearemos el temporal sin sacrificio.

También pedimos a las autoridades que no se rebajen las prestaciones sociales, que los gobiernos municipales, autonómicos y nacionales no cedan a la tentación de ahorrar en este capítulo y que, si no hay dinero para todo, no se lo quiten a quienes más falta les hace.

De la crisis hemos de salir juntos y más solidarios si cabe. Ojalá podamos decir con verdad, al final del túnel, que no hay mal que por bien no venga.

Editorial de octubre de la Revista "Mensajero".

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